A finales de los 60, ante una situación social difícil y muy represiva, entre los jóvenes reinaba un cierto buen rollo fraternal. Solo el carisma de alguno brillaba por encima del grupo. En aquel espacio, «el rollo» crecía empujado por una fuerza invisible, una fuerza que surge cada vez que los jóvenes se congregan en círculo, encienden una hoguera, entran en una zona de sombras donde suena la percusión, nace la música y el baile y se rompe la costra del ego. En ese instante se realiza la apertura recíproca de la conciencia y ves que el mundo de los mayores tiene fecha de caducidad. Entonces, es cuando somos nosotros y, aunque sea por poco tiempo, no tenemos nombre. Realizamos un viaje iniciático que conduce a la visión del paraíso. Un lugar donde no existen las leyes porque no hacen falta. Sin saberlo ni pretenderlo nos convertimos en una federación de individualidades.
Durante los primeros años nos sentimos realmente creativos, eufóricos y fuertes. El LSD sincronizaba nuestras energías en un poderoso viaje que nos convertía en superhéroes dotados de mágicos poderes. Imposible saber si fuimos muchos o pocos, pero los eventos musicales multitudinarios reforzaban el sentimiento de fuerza y unidad. Tal fue la fuerza de la juventud durante estos años que el sociólogo alemán Herbert Marcuse clamaba que la liberación futura de la humanidad correspondía a la juventud rebelde en general.
La falta de recursos marcó nuestra generación y producción artística. Los medios eran precarios; faltaban las Fender y los amplificadores. No hubo tampoco grandes obras pictóricas, sino dibujos en libretas y cómic. Sin embargo, al no tener casi nada siempre fuimos más dados a compartir y sin conocer a Timothy Leary pusimos en práctica su lema: «Turn On, Tune In, Drop Out», que venía a decir algo así como tómate un ácido, búscate tu gente y muévete al margen de esta sociedad tan equivocada. Pero aquí no hubo Verano del Amor, de hecho, no fuimos ni hippies ni revolucionarios políticos como anteriores generaciones, sino freaks, que fue la palabra que usábamos para referirnos a nosotros mismos. Por cierto, el significado de esta palabra no tiene nada que ver con la interpretación actual de «bichos raros» sino con «frikeado» que deriva de freak out y significa abandonarlo todo y marcharse de viaje, en esencia, conservar la libertad, ser lo contrario de un straight, que literalmente va recto y derecho con su corbata por la mañana a la oficina.
Cualquier intento de resumir en un artículo esta compleja década, donde coincide un gran choque generacional y cultural con la mal llamada «transición» política está condenado a dar una visión sesgada. Por este motivo intentaré simplemente describir la existencia de los distintos periodos, sobre los cuales creo que existe ya un cierto consenso.
El primero empieza a final de los 60 durante el franquismo, con las primeras manifestaciones del rollo: algunos jóvenes dejaron sus familias para vivir en pisos comunales y los pioneros emprendían sus viajes a Oriente. No existía una clara diferencia entre lo que era el rollo y el progresismo antifranquista. Creció la longitud del cabello de los chicos y las chicas vestían viejas enaguas, pero todavía de forma tímida. A veces solo un detalle, una sonrisa o el brillo de una mirada nos hacía sentir la complicidad entre enrollados. Muy pocos habíamos probado el LSD. Fumamos nuestros primeros porros de grifa que comprábamos a algún viejo legionario. Queríamos probarlo todo y sobre todo cualquier cosa que colocara, pero teníamos muy poca información. Fumamos hasta pieles de plátano secas a ver si colocaban, porque alguien nos lo había asegurado. Sin ánimo de generalizar, creo que la mayoría mezclábamos regularmente alcohol con diversas anfetaminas, barbitúricos y derivados del diazepam, que se podían adquirir sin receta médica en cualquier farmacia.
El inicio del segundo periodo se sitúa en 1971, cuando empezamos a ser conscientes de nuestra existencia como grupo. Paulatinamente se producía una ruptura entre los vitalistas y aquellos que pretendían simplemente un cambio político superficial. El vitalismo significaba una aproximación a la naturaleza, dejar la ciudad para vivir en el campo, a veces practicar el vegetarianismo, la macrobiótica, el conocimiento de espiritualidades diversas. Nos alejamos de sustancias como el speed y el alcohol, que perdieron posiciones en el ranking, y adoptamos el LSD y el hachís como sustancias iniciáticas colectivas. A medida que avanzaban los 70, era más fácil encontrar buenos ácidos en papel secante o en cristal, como los Clearlight. Abundaban los micropuntos y los vulcanos y apareció la mezcalina introducida por algún grupo de hippies americanos. Llegaba excelente hachís afgano, negro de intenso aroma. La ruta terrestre entre India y España era practicable. El Magic Bus enlazaba Amsterdam con Nueva Delhi.
Son unos años sumamente interesantes porque es difícil saber hasta qué punto nos encontrábamos ante un castillo de naipes que se derrumbaba a causa de sus contradicciones o si fue el empuje de la cultura emergente que compartía la juventud lo que hizo tambalear sus cimientos. La caída del viejo mundo de gerontocracias y sus viejos valores patriarcales era imparable y el núcleo contracultural empezó a realizar sus propuestas más creativas cargado de un nuevo arsenal de nuevas sustancias embriagantes y arrinconando a otras como el alcohol y las anfetaminas, que pasaron a ser consideradas como parte de aquel pasado que se desmoronaba.
Hacia 1974 existían en toda España una gran cantidad de colectivos organizados. Una creatividad frenética se apoderó de muchas personas que albergábamos la esperanza de un cambio radical en lo político. Son los años de tomar la calle. El franquismo se debilitaba, aunque para demostrar su fuerza siguió con sus condenas a muerte hasta 1975. La creatividad era desbordante: arquitectos levantando cúpulas, en cine, en teatro, fusión y experimentación musical, cómic… Las revistas más destacadas eran Disco Expres, Star y posteriormente Ajoblanco. Son los años de los mayores festivales multitudinarios. Apareció la píldora anti-baby y fueron años de liberación de las represiones sexuales y de militancia gay. Los trips resultaron muy creativos para muchas personas.
1977 culmina esta euforia y marca el inicio del cuarto periodo. Existían síntomas de desgaste y cansancio en las huestes psiquedélicas. Desde 1975 había aumentado el consumo de heroína y algunos sucedáneos de venta en farmacias. En 1977 parecía evidente que el trip colectivo perdía aliento. El pequeño mundo de intercambio y el camelleo de sustancias coloquetas se endurecía y el rollo después de haber alcanzado su máximo momento de expansión se desdibujaba. Una parte del espacio que dejó fue ocupado por grupos espiritualistas como los discípulos del gurú Maharishi, los Niños de Dios o los Hare Krishnas que con su liderazgo religioso ofrecían un sentimiento de pertenencia diferenciado.
En 1977, en lo vital y musical, aparece el pre-punk ante una nueva situación social mucho más dura. Este mismo año los doctores de Ajoblanco condenan a pena de muerte la contracultura. Llegan los más jóvenes a proponer una alternativa y surge la generación punk, que es heredera de todo lo anterior y responde con renovadas fuerzas al endurecimiento de la represión. Pero esta es otra historia que requeriría otro artículo.
A modo de valoración personal, pienso que durante estos años no supimos organizarnos en una sociedad paralela, para crear nuestro sistema propio de ayuda mutua, ni de coordinación de viviendas okupadas, asistencia jurídica ni médica alternativa. Aquellos valores de retorno a la naturaleza, fraternidad universal, comunión lisérgica y reacción crítica a los apriorismos de la razón científica, se disolvieron. Por una parte, saturados de colorines, habíamos tocado fondo y, por la otra, la cultura de esta generación, que tenía sus raíces en múltiples causas interrelacionadas: éticas, tecnológicas, químicas, políticas y demográficas, era demasiado indomable y «drogada». Su destino se decidió en los despachos de los políticos entre dos opciones: banalizar los contenidos o acabar con sus manifestaciones. En aquel momento no hubo oposición sino abandono o vuelta a las catacumbas.
La sociedad ha cambiado desde los 70. Las ideas de aquella generación han dejado alguna influencia y fueron decisivas para la superación del machismo y de la autoridad patriarcal. Ahora reina una cierta democratización en el seno de las familias, la liberación de la mujer es un hecho, al igual que los matrimonios entre personas del mismo sexo. También existe una mayor conciencia ecológica. El relativismo actual tiene sus aspectos negativos, pero en lo cultural nos permite discernir una mayor cantidad de matices. Por lo que respecta al uso de sustancias psiquedélicas, hay una mayor tolerancia. Lo que en aquellos años podía representar pena de cárcel se resuelve actualmente con una multa de trescientos euros. Son pequeños avances que poco a poco se han ganado en una sociedad que ahora es algo más tolerante, aunque igualmente basada en la prohibición. Vemos ahora como las anfetaminas reelaboradas abren nuevas perspectivas de socialización. Pero en esta dialéctica entre generaciones que es la historia, creo que tendremos que ser pacientes antes de que otra generación baby boom anteponga con la misma fuerza el amor y la cooperación a la competencia entre individuos.
Cuando hablamos públicamente de los 70 nos enfrentamos a varios problemas: en primer lugar, las mentes más lúcidas que hubieran podido hablar y ensamblar su trayectoria vital en el contexto sociocultural murieron hace tiempo. En segundo lugar, un grupo de famosos más o menos mediáticos que tuvieron algún protagonismo puntual anda dispuesto a chupar cámara en cada oportunidad que los medios ofrecen para hablar del tema, aprovechando para auto imponerse medallas al mérito personal. Muy pocos documentos superan los clichés e intentan efectuar un análisis honesto de estos años sin caer en los tópicos de siempre. Algo que parece imprescindible cuando vemos que muchos de los problemas actuales tienen su origen en cuestiones no resueltas durante la «transición».
Creo que la necesidad de revisitar estos años es cada vez más necesaria y justifica plenamente un espacio en Internet donde libremente puedan aflorar las microhistorias de esta generación. Es algo que, sobre todo, debemos a los jóvenes que continúan llevándose los palos más gordos; no vayamos a seguir tropezando siempre con la misma piedra.
Al principio, a medida que dedicaba más tiempo a la web (la web sense nom), surgían en mi interior dudas sobre el interés que podía despertar este espacio dedicado a la década de los años 70. Mis dudas desaparecieron el día en que leí este comentario: «Me gustaría saber más detalles sobre Albert Anadon, creo que es mi padre, del cual poca cosa sé, ya que murió cuando yo era muy pequeño y mi madre cuando tenia 6 años, así que tengo muchas preguntas sin respuesta. Ahora tengo 21…» Y respondí: «Bienvenido Àlex… eres hijo de Allbert y Geny, eras muy pequeño cuando ellos murieron…».
Y a los pocos días me sentaba con Àlex a tomar un café en un bar del centro y me presentó a su amiga. Hablamos durante media hora y después nos dimos un beso al despedirnos. Salí a la calle y llovía. Me fui andando mientras las farolas brillaban en el suelo mojado y las gotas de agua dibujaban en el suelo círculos expansivos.
Canti Casanovas Arbó
(extracto del articulo publicado en la revista Ulisses)